El próximo día 30 de agosto celebramos el 168 aniversario de la muerte, en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia en Zaragoza (España), de nuestra Fundadora, Madre María Ráfols, heroína de la Caridad.
Es un acontecimiento que nos llena de un profundo agradecimiento y de una gran alegría.
En este tiempo de pandemia, tan necesitado de oración confiada, de mirada que transmita acogida, esperanza y paz, de gesto que acompañe en el dolor y en el miedo, M. María nos sigue recordando la llamada de Dios a ser signos visibles del Reino, desde el ejercicio de la Caridad y el anuncio del Evangelio, como Hermanas de la Caridad de Santa Ana y como Laicos de la Familia Santa Ana.
María Ráfols es una estrella más en esa constelación de mujeres fuertes, urgidas por el amor a Dios y a sus preferidos, los más pobres y necesitados de la sociedad, que aparece y brilla en ese siglo XIX español, tan convulso y agitado por enfrentamientos y odios.
Pionera en España de la Vida Religiosa apostólica femenina, es fundadora, junto con el P. Juan Bonal, de las
Hermanas de la Caridad de Santa Ana.
Catalana de origen, de Vilafranca del Penedès, su aventura empieza el 28 de diciembre de 1804 en Zaragoza, a donde llega entre un grupo de doce Hermanas y doce Hermanos de la Caridad. El P. Juan Bonal los ha reunido en Barcelona para servir a los enfermos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, respondiendo a la llamada de la Junta que lo rige.
Viajan en carros, desde Barcelona, dejando atrás para siempre su tierra y su familia. Al atardecer de ese 28 de diciembre llegan a Zaragoza. Una primera visita al Pilar, para poner en manos de la Señora aquella nueva y arriesgada misión. Y desde allí al Hospital, aquel gran mundo del dolor donde, bajo el lema Domus Infirmorum Urbis et Orbis, Casa de los enfermos de la ciudad y del mundo, se cobijan enfermos, dementes, niños abandonados y toda suerte de desvalimientos.
Es un mundo complejo y difícil. María Ráfols, Superiora de la Hermandad femenina a sus 23 años, tiene que enfrentarse a una tarea que parece muy superior a sus fuerzas: poner orden, limpieza, respeto y, sobre todo, dedicación y cariño a aquellos seres, los más pobres y necesitados de su tiempo.
Y lo hizo muy bien. Dicen las crónicas que “con mucha prudencia y discreción”. Los Hermanos no pudieron superar la carrera de obstáculos y a los tres años ya habían desaparecido. Las Hermanas se quedan y aumentan en número. M. Ráfols sabe sortear los escollos con prudencia, caridad incansable, y un temple heroico que ya empieza a despuntar.
Es una mujer decidida, arriesgada, valiente. Se presenta, con algunas Hermanas, a examen de flebotomía, ante la Junta en pleno, para poder practicar la operación de la sangría, tan frecuente en la medicina de su tiempo, buscando siempre el mejor servicio al enfermo. Esto, en su época y en una mujer, era algo casi inconcebible.
En los sitios de Zaragoza, durante la Guerra de la Independencia, su caridad alcanza cotas muy altas, especialmente cuando el Hospital es bombardeado e incendiado por los franceses. Entre las balas y las ruinas expone su vida para salvar a los enfermos, pide limosna para ellos y se priva de su propio alimento. Y cuando todo falta en la ciudad, se arriesga a pasar al campamento francés, para postrarse ante el Mariscal Lannes y conseguir de él, atención para los enfermos y heridos. Atiende a los prisioneros, e incluso intercede por ellos, logrando en algunos casos su libertad.
Desde 1813, Madre Ráfols aparece al frente de la Inclusa, con los niños huérfanos o sin hogar, los más pobres entre los pobres. Allí pasará prácticamente el resto de su vida, derrochando amor, entrega y ternura. Es el capítulo más largo de su vida, más escondido, pero sin duda el más bello. Será la madre atenta de aquellos niños por los que se desvive hasta su ancianidad. Su presencia se hace insustituible para lograr el buen orden y la paz en ese departamento, uno de los más difíciles y delicados del Hospital. Sigue además los pasos de los niños que se crían fuera, a cargo del mismo Hospital, o se dan en adopción, defendiéndolos y aún recogiéndolos cuando entiende que no son bien cuidados y tratados.
A M. Ráfols le alcanzan también las salpicaduras de la primera guerra carlista, con un coste de dos meses de cárcel y seis años de destierro en el Hospital de Huesca, con la Hermandad fundada en 1807, semejante a la Zaragoza, a pesar de que la sentencia del juicio la declaraba inocente. Sigue la suerte de tantos otros desterrados por la más leve sospecha o denuncia calumniosa. Pero cárcel, destierro, humillación, calumnia, sufridos con paz y sin una queja, le hacen entrar de lleno en el grupo de los que Jesús llama dichosos: los perseguidos por causa de la justicia, los pacíficos, los misericordiosos. A su regreso, vuelve sencillamente a la Inclusa, con los niños que no saben de guerras ni odios, pero que intuyen el amor.
Muere el 30 de agosto de 1853, próxima a cumplir 72 años y 49 de Hermana de la Caridad. Su muerte es un reflejo de su vida: serenidad, paz, cariño y agradecimiento a las Hermanas, entrega definitiva al Amor por quien ha vivido y se ha gastado sin reservas, dejando a sus hijas la gran lección de la CARIDAD SIN FRONTERAS, en la entrega día a día. Una caridad que no muere, que no pasa jamás.
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